AGUAFUERTES SUBURBANAS

Nunca hay nada más universal y doméstico que lo barrial cuando se es chico. Al crecer se deja de pensar en qué era exactamente aquel mundo fantástico y maravilloso donde nada era imposible y sin embargo se supo de los primeros lagrimones y ojos en compota. El neoliberalismo ha dejado un espejo contra el suelo y aquello en lo que nunca pensamos es lo único que queda del entretejido social comido por las polillas y deshilachado.

25.8.10

PARA MATIZAR LA LECTURA

21.5.05

INTENTO DE APROXIMACION A LA GEOGRAFIA BARRIAL

La cuadra tiene para un chico cierta realidad extraña:
todos los días es otra.
Constituye la primera gran experiencia,
tan importante como los techos y el sótano.
Nunca, por mucho que nos pase, la echamos en el olvido.
El tiempo (no sé cómo se las arregla) la acerca a nosotros.
Y ese trozo de vida inmóvil, aparentemente muerto, surge de pronto
como una revelación.
LUBRANO ZAS (Seguiré contando hasta el fin,
Cooperativa Editorial Hoy en la Cultura,
setiembre de 1965.)

¿Qué es un barrio si no el mundo que alcanza a abarcar una criatura cuando otea el horizonte parado en la esquina de su casa? El mío limitaba al norte con la carnicería de Antonio Calzetta, un níveo iglú de azulejos hasta donde me mandaban por razones de economía doméstica para traer las dosis imprescindibles de chiquizuela y milanesas de cuadrada. Al sur estaba la casa de Altamirano, oscura y misteriosa, sepultada en medio de una maraña de naranjos, quinotos, nísperos, magnolias, palos borrachos, santarritas, pinos de varios tipos y hasta una palmera solitaria y erguida, emergiendo con el mismo complejo que las jirafas y tan alta o tan exótica que sólo la utilizaban como paradero alguna que otra paloma montera. A barlovento ‑¡bravo, mis tigrecitos de Mompracén!‑ era la calle por donde doblaban los colectivos a Buenos Aires, una parada en que la gente era aspirada y vomitada siempre con la tácita promesa de tener que ir a alguna parte y con algún fin prestablecido. Sobre el oriente, como un toldo
protector para retrasar los amaneceres, estaba la única frontera palpable, con una contextura que luego apreciaríamos mejor en películas de guerra donde menudearan alambradas y muros: el terraplén del ferrocarril, un verdadero mundo aparte. Hacia arriba, en cambio, el último límite era el cielo, algo que nos permitía en todo momento tener una noción aproximada entre lo concreto‑cotidiano y lo infinito‑inasible que pronto alcanzaríamos. El resto era el extranjero, unos territorios desconocidos y con leyes extrañas y propias, hasta donde nos veíamos obligados a incursionar para dirimir cuestiones futbolísticas y de donde solíamos regresar con alguna pierna escoñada, algún ojo en compota o varios chichones, pero también con los rostros rozagantes por la proeza no reconocida de un triunfo obtenido con esfuerzo o por el coraje con que un miembro de la barra daba vuelta una pelea a pesar de la superioridad del otro en años, peso y cuerpo.


Pero por encima de cualquier otra consideración que se pudiera hacer, el barrio era el patrón de todas las cosas. También la fuente de toda razón y justicia. Y el nuestro era un amor íntegro, verdadero: no podíamos concebir nuestra existencia sin su presencia. Ni se nos pasaba por la cabeza la traición que engendraríamos después, cuando el paso del tiempo todo lo tiñe y condiciona: que íbamos a ser capaces de sobrevivirlo, seguir siendo uno independiente del otro e incluso, sin siquiera notarlo, empezar esa lenta agonía con que suele venir precedido el olvido.


Como aprenderíamos también con los años, en el fondo tampoco se trataba de puro sentimiento. Al igual que cualquier país que se precie de tal, nosotros también teníamos nuestras propias fuentes de producción y riquezas: una fábrica de hielo y otra de conservas de tomate. En el rubro Salud Pública, una partera en ejercicio y, a la vuelta, un enfermero jubilado. En lo referente a Administración de Justicia, el Poroto Vitaldi, hijo de doña Minga, flamante botón raso de reluciente uniforme. Fuerzas Armadas, ni hablar: el armero Rossi, un tano de la guerra, en cuyo tallercito los cajones rebalsaban de armas de todos los calibres y años, y donde él mismo se había fabricado, pieza a pieza, un fusil cortito y a repetición como los que usaban en el cine. ¿Gobierno? Bueno, ahí flaqueábamos como el país: difícil que dos se pusieran de acuerdo y que hubiera alguno que no tuviera una opinión diferente, pero contundente, sin importar el tema en cuestión. Ahora, faltar, no nos faltaba nada: dos panaderías a falta de una, almacén bien surtida, fiambrería de primera, bar y hasta una pizzería. Cine, durante el verano, también teníamos: en el club, sobre la medianera de la casa del Macho Fiotto, aquellas noches pringosas solían llenarse de Pájaros Locos, Donalds, Mickeys, Popeyes y Chaplines. ¿Para qué más?

Los padres, muy de mañanita, bien temprano, salían en bicicleta, colectivo o tren, hacia lugares lejanos y extrañísimos a conseguir todo lo necesario para que todo siguiera como estaba y, de ser posible, mejorarlo. Pero si había algo similar a las hormigas, nuestras madres. El asunto era coordinar colas y esperas, el roce de antenas en los senderos que eran los encuentros en donde se enteraban que en el mercadito de Fulano las papas estaban veinte centavos más baratas, que a don Giusti le había llegado el querosén pero que sólo se lo vendía a sus clientas más viejas y que después, dentro de un ratito, nos vemos en la panadería. Los regresos eran unos lentos arrastrar de pies por las bolsas de red como panzas de hipopótamos. Las ollas bullentes no tardarían en teñir nuestra pequeña atmósfera con el saludable smog de guisos y frituras.
Si algo le agradezco a mi madre es que cuando llegó el momento de tener que irnos, lo hiciéramos casi con el despertar de los gorriones, cuando el primer amarillo del sol acariciaba el cubo de las casas, la molicie del último sueño, quizá sólo unos pocos asomándose de nuevo a la vida en la tranquila mateada del fondo, rehaciendo el diario balance y el recuento por si a la noche no nos ha robado o trastornado alguna cosa.

Volví al mucho tiempo después, cuando creí suponer que la simple visión de cada cosa querida no podría hacerme trampa. Había andado por el mundo, visto una ristra de días y noches en otras latitudes, la trasparencia de otros mares, montañas con nieves eternas y amor dicho en otras lenguas. No estaba para nada triste con mi vida. Tampoco muy en paz. Si aquel retorno tuvo un objetivo fue el de constatar cada presencia, una pasada de lista a lo irrenunciable y tratar de no temerle a ningún fantasma del pasado. Así y todo, no quise hablar con ninguno de los sobrevivientes.

Unos chicos nuevos me miraron desde atrás de la pelota de plástico y desde otro de los picados eternos que sigue siendo toda niñez: ahora era yo el forastero, la presencia misteriosa y quizá amenazante. Mi estatura diferente había cambiado la relación con todas las cosas; ahora eran frágiles y pequeñas, todo cercano y hasta tan manuable.
En una renovada, colorida y brillante mesa de fórmica del viejo bar, convertido en remozado grill, la ginebra con hielo me acompañó hasta la hora en que retornan los gorriones para el arqueo cotidiano de bulliciosas reyertas, picoteos enfervorizados y discusiones por la ramita más cómoda o con mayor reparo. Cuando pedí la cuenta, los callos plantales de un don Anselmo ya estrujado de descartar tantos almanaques, vaciló ante esta mano tendida con el dinero y mi mirada esquiva:

«Disculpe, ¿usted no...? Vos sos...»

«Haga el favor de cobrarme.»

Lo hizo sin poder aventar lo maligno que tienen las dudas, dejándome ir no sin una larga lucha consigo mismo.

De regreso, para cruzar otra vez sus etéreos límites, a través las paredes y las arboledas como lo hacen los fantasmas, lo hice sólo alertado por esos hipersensibles sentidos con que vienen provistos de fábrica tanto los perros como los gatos, también algunas especies de pájaros, y al igual que niños y ancianos.

Alto en el cielo, dueño y señor de un suelo de techos y cableados de luz y teléfonos, mi último barrilete, con flecos zumbadores, estaba otra vez coleando hasta con cierta furia. [AR]

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